martes, 8 de octubre de 2013

furi (a) osa

Fueron tres o cuatro, o quizás veinte las veces de furia que quise ahogarla en el océano. Era como verla despojada de todo principio y sujeta a un final ergonómico.
Hubo días de desconsuelo inminente, de grises que cotizaban en la escala de Ritcher, de gritos en silencio.
También hubo momentos en los que no tuve el coraje de decirle basta, de agarrarla y tomarla del brazo derecho -con total indiscreción- y violentarme.
Las noches más perturbantes estuve a diez segundos de romperle el espejo, ese espejo demoníaco y suspicaz, -casi tan vanidoso como ella-.
Intenté callarla y prestarle mi calma, pero no hubo caso, tenía el alma congelada, dos glaciares como ojos y cataratas de lágrimas saladas.
He intentado lo imposible para callarla, días de sol, flores amarillas, olor a jazmín y una variedad extravagante de tes orientales. Nada apaciguaba su andar.
Hoy ya la veo desde lejos -desde muy lejos- con dos muros a cada lado de su cuerpo, por encima y por debajo de sus limites verticales; pero ya no la complazco, ya no quiero encerrarme en su capricho desquiciado. Hoy mi mejor presagio son dos manos en su pecho y unos cuantos versos de Rilke.

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