jueves, 17 de enero de 2013

Los dos: la unidad.

Más de diez veces te dije que no en mi soledad más amena, y contrariamente en la más amenazante, te suspiré veinte veces en un resplandor de sinérgicas paradojas, de voces y gritos internos que patean y urgen por salir.
Cincuenta días te soñé en un recuerdo irreal, en ese tiempo en que creí tenerte a mi lado con los ojos cerrados y pidiéndole perdón a tus silencios por no haber actuado en integridad. Esos cincuenta días que lloraste a boca abierta en saberte mercenario del dolor más descabellado.
Cien sonrisas me sacaste de improvisto, secándome las lágrimas de un dolor que nunca fue mío, de un dolor que me cargué en los hombros para no confrontar con verdades que me pertenecen.
Fueron noventa los parpadeos que argumentaste para seguir volando, noventa que nunca fueron suficientes.
En cuarenta historias te leí la voz, la mente, logré mirarte a los ojos y descabelladamente entendí esa lucha permanente, que sostuviste desde la primera vez que me compartiste tu verdad.
Escuchando sesenta vientos nos supimos amar, y tres más que amenazaron con quebrar el lazo. A nuestro sentir fueron ochenta las noches que nos vivimos como uno.
En treinta minutos me regalaste tus sueños, tus ideas, tus más oportunas ganas de trascender ese idilio.
Setenta caminos nos propusimos recorrer en estado de inconsciencia, con ese tinte verborrágico y repentino que suele colorearnos.
Dos eternos malabaristas de la sencillez; dos anticuados enemigos de la más soberbia amenaza de desearnos plenos.
Dos incongruentes zafiros en vigilia de la respuesta inmediata.
Los dos: la unidad.


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