sábado, 28 de noviembre de 2015

Cibeles



Me habían contado que algo de vos me iba a enamorar; pero uno no se enamora de una sola cosa, o quizás sí. No son más de tres o cuatro cosas que nos enamoran de un otro. Y aunque existan otras veinte razones que me desenamoren al rato, siempre van a pesar más esas tres o cuatro. 
Me enamoró en verano, con un sol que convertía en lava el asfalto, y dejaba que Atocha sea el refugio de unos cuantos que se agobiaban al andar. Logró conquistarme de día, esos que comienzan bien temprano y se funden con el mañana en la promesa de no nunca acabar.
Calle a calle me desmoronaba de algarabía al saber que por fin estaba en territorio amigo. Me bastaron unas horas para comprender que lo hostil se encuentra del otro lado del océano.
Llegó la tarde en la que un vino de verano por fin nos daba respiro, en una de esas terrazas con vista privilegiada a todo Madrid. Y aunque las piernas no me dieran más de tanto andar, la gran vía me venció en la vuelta a casa. Una vuelta con marea de fondo, y un corazón de mimbre ostentando su colonia rebelde. El barullo me ha dejado rojitas las orejas de tanto devolverme al pasado en nostálgicas melodías. 
Yo era niña, y a mis quince ya se me habían enojado los vecinos por poner Extemoduro a todo volumen. Ni que hablar de las veces que me pasé de la parada del bus por emular las baterías de algún tema de Ska, de esos que te hacen aborrecer el capitalismo y sentirte un Guevara en plena batalla de Santa Clara.
Llegó la noche y Lavapiés me deslumbró con esas cañas que calmaban el oasis de sed que nos dejaban los cuarenta grados a la sombra. 
Me enamoré en el retiro, con tanta fuente de agua que colorea el verde perfecto de un jardín con paz. 
Y allí me encontró Cibeles, un poco ilusa y somnolienta, con una resaca que pagaba unos cubatas demás de la noche anterior. Como turista en el viejo continente iba de lado a lado, como levitando y contemplando al mismo tiempo un maravilloso atardecer. Todo olía a pasto, no había lugar del recorrido que me diera un respiro. Un click en la cámara y la sonrisa que me dejó Madrid con esas ganas de volverte a ver. Se perpetúa en la imagen que me recordará -cada tarde de verano- lo feliz que fui en aquella ciudad.

Volvería una vez más a Madrid para bajarme en Atocha y quedarme allí, o pasar al menos dos veranos con el calor a cuestas y los pies destartalados de tanto andar. 


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