domingo, 13 de septiembre de 2015

Una salsa de preguntas

Estaba parada frente a la góndola del supermercado, la decisión -por más banal que fuera- era difícil. Tenía que elegir entre llevar una salsa lista o un puré de tomates, porque los tomates naturales y frescos, no eran una opción. 
Venía pensando en esta decisión hacía varios días ya, con enojo y con incertidumbre. No tenía que impresionar a nadie, pero por dentro sabía que la elección me iba a marcar en lo profundo del ser. 
Soy la mujer menor de toda una familia italiana, con lo que las tradiciones acarrean. Son familias un tanto arcaicas, donde el punto de partida es la eterna discusión del rol de la mujer. Soy la menor, y me describo como la oveja negra de la familia. Seguí todas las tradiciones familiares cuando la decisión era menester de mis padres, es por ello que fui bautizada y tomé la comunión, pero el iceberg comenzó a asomar cuando mi madre me desayunaba con conversaciones sobre la confirmación.
Domingos enteros intentando convencerme con que me confirme, que, a ciencia cierta, no sé muy bien de qué se trata, pero involucra horas eternas de lecturas religiosas y destinar mi tiempo a conversaciones con el representante de dios en la tierra. No, prefiero perder el tiempo averiguando los días de la semana en que la luna fue llena desde 1930 al día de la fecha.
- 'Sos la única de la familia que no se confirmó. Todos tus primos, tus tíos, los amigos de tus primos, y sos la única de la familia que no se confirmó.
- 'No te cuesta nada, lo hacés por mi, me hacés feliz a mi, hija, me siento la hereje de la familia'
Sí mamá, vos te sentís así, yo no. Pero mi madre no lo comprendía. Ha llegado a averiguar la manera de poder evitar cursos largos, ha ido a iglesias a fin de dejarme ingresar a un curso ya iniciado, ha hablado con cuanto ser religioso se le cruzaba en el camino, para que yo fuese la única de la familia que no estuviera confirmada. Porque el común denominador de todos sus argumentos finales era ese; a ella no le interesaba que yo me confirme por el mero acto de entregarme -una vez más- ante dios, el problema suscitaba en ella, yo era quién no estaba confirmada, pero era ella la hereje.
La confirmación sólo era el punto de partida de tantas tradiciones milenarias que conllevan a ser parte de una familia italiana. No era la más importante, por supuesto, pero era un inicio. Detrás de esta hilera de actos suicidas se encuentran las amistades, el conocimiento, la carrera profesional, y lo más importante, formar una familia. 
Recién entrados mis veinte, comenzaba a taparme los oídos en fiestas familiares, la pregunta clave, que era hecha por mi tía mayor, refería siempre al noviazgo, a ese ser que desde el día en qué ingresa a una familia italiana, es visto como macho semental, creador de un universo inquebrantable como es el de la familia. ¡Iugh! Vomito me generaba, pero siempre con una sonrisa esquiva lograba desviar el tema hacia mi carrera profesional. Porque para mi, siempre fue más importante que la tradición de familia. 
De todas maneras, nada de lo mencionado previamente era tan importante, alarmante y vital como saber cocinar. Nunca me interesó. He llamado por teléfono a amigas para preguntarle cuál era el punto de hervor de un arroz que nunca se pasa; pero, como las amigas son la familia que uno tiene la posibilidad de elegir, lejos de sorprenderse y mirarme con cara de Judas, se reían en mi cara, me hacían chistes y hasta me decían las cosas mal para poder reírse aún más de mis desaciertos culinarios.
Pecaría ante el papa si dijese que nunca me pesó el no saber cocinar. Es un tema recurrente en terapia, pero de ninguna manera es causal de suicidio; la tecnología obró a mi favor e inventó una aplicación para el teléfono que te trae hasta un lobo muerto a tu casa para que puedas ponerlo en la mesa.
La preocupación fue creciendo con el paso de los años. No saber cocinar era algo imperdonable para una integrante de una familia italiana, pero paradójico para mi madre, quien siempre se justificaba con la existencia de quehaceres más importantes que saber hacer un huevo frito, y estoy agradecida de haber sido criada de esa manera. Porque mamá fue una early-boomer, mamá vio el futuro. Mama sabía -entrados los ochenta- que no tenía por qué saber cómo deshojar un alcaucil, dado que la tecnología lo iba a hacer por ella. Visionaria como pocas, siempre prefería que lea un libro, porque ella acusaba saber que iba a ser lo suficientemente exitosa como para no tener que cocinar nunca en la vida. Es mamá, es mi vieja, no existe la objetividad cuando una madre habla de un hijo. De todas maneras, la preocupación estaba latente en mi cabeza, como quién sabe que dejó algo sin resolver, mi enigma o estigma, era saber cocinar.
La realidad es que fui superando algunas pruebas sin darle importancia al tema. De chica tenía que cocinar porque mi madre daba clases en casa, y en épocas de exámenes, terminaba muy entrada la noche, y tenía que resolver ese problema matemático de qué cocinarme, porque no había delivery que me salvara. 
Siempre veía a mi abuela preparar la mesa de los domingos. Era una obra de arte. No podía faltar absolutamente nada, tenía el control pleno de la situación; mientras manipulaba los tomates cubeteados, sacaba los bocconcinos del envoltorio con suma delicadeza, para que nadie notara que había comprado la mozzarella. La nona también tenía sus trucos. Era una mujer plena, cuyo objetivo en la vida fue satisfacer las necesidades de una gran familia. La nona era feliz viéndonos comer a todos juntos un domingo. Los domingos eran el cuerpo de Cristo, no podía faltar nadie en la mesa. Hubo épocas donde mis primos más grandes recibieron la mirada fría de la nona por haber llegado unos minutos tarde al almuerzo, porque para la nona, sentarse en la mesa era todo el respeto que exigía.
Sábados vespertinos y domingos madrugadores con la nona para verla desplegar su arte. Preparar la salsa, amasar los fideos, limpiar uno a uno los elementos de la pasta linda, para llegar al producto final: una mesa larga con sonrisas y panzas llenas. ¿Cómo alguien puede pretender que no sea una inquisición freudiana en mi vida? Por suerte no lo es, no me molesta, ni me estigmatiza, pero con el tiempo empiezo a darle importancia al no saber.
Nunca me tomaron examen, nunca tuve que preparar ninguna mesa de domingo, ni agasajar a los comensales con los productos elaborados por mis propias manos, hubiese sido un asesinato en masa. Pero había algo con lo que yo tenía que poder lucirme. Las pastas del domingo tenían que ser un plato de mi acotado menú. Poco a poco me di cuenta que no eran las pastas, el elemento inquisidor era la salsa. ¿Cómo hacer una buena salsa? Siendo nieta de italianos por los cuatro costados, era imposible no saber qué hacer con los tomates.
Desde chica experimenté varias formas de hacer la salsa, siempre con aquellos elementos o artilugios que me había enseñado la nona, intentando cubiletear la situación de la mejor manera. Me he ido de viaje con amigas, acusando una preparación exquisita, cuya historia culminó con nosotras cinco comiendo papas fritas en el rey de la papa frita en Villa Gesell. No contenta con mis varios intentos fallidos de salsas amargas y picantes, domingo a domingo fui probando diferentes recetas para poder lograr la mixtura perfecta entre la acidez del tomate y la dulzura del azúcar.

Este domingo no fue la excepción. Me encontraba frente a la góndola, había decidido comer pastas, como cualquier domingo. No había podido determinar si llevarme salsa congelada de la casa de mi madre o hacerla yo misma. El dilema se suscitó cuando la elección dependía de si comprar una salsa lista o hacerla yo misma. Salí del supermercado con la salsa lista en la bolsa. Me subí al auto, me prendí un cigarrillo y estuve los treinta y cinco kilómetros juzgando la decisión que había tomado. No lograba hacerme cargo de la consecuencia. Esta vez, era yo la que me juzgaba a mi misma por no poder ser esa mujer de ascendencia italiana que compraba una salsa pre-fabricada en el supermercado. Cuando llegué, dejé la salsa lista en la mesada y abrí la alacena, donde encontré una envase de puré de tomate. El mundo y las constelaciones se habían empecinado en hacerme saber que la decisión que había tomado, era la incorrecta. Después de un tiempo decidí cocinar la salsa, hacerla yo misma, pero me encontraba con el dilema de no saber cómo hacerla. Ahora, el problema recaía en la forma de cocinar el puré de tomate. ¿Cuántas pizcas de sal lleva? ¿Cuál es la cantidad perfecta de azúcar para poder cortar la acidez del tomate? Yo no podía entender cómo, algo tan simple como cocinar una salsa, podría traerme tantas preguntas. 

Me trajo más preguntas de las que podía responderme, me abrió el gran punto de inflexión, me obligó a desprenderme de los cimientos, me insultó el ego y me describió los cuatro años de terapia en treinta segundos. No podía comprender cómo algo tan banal como preparar una salsa, podía ayudarme a trascender mi historia. Pero de algo estoy segura, nunca nadie sabrá el grado de dulzura o amargura que tenía aquella salsa.

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