Quisiera
decirte tantas cosas, aunque más quisiera sentirlas yo primero.
Entenderme yo,
de eso se trata. No tengo una claridad transparente y exacta, porque eso es
menester propio de la mujer que aprendí a ser.
Parame, mirame
y frename.
Yo vivo a contramano
de la calma, yo corro más rápido de lo que mis piernas me dejan; y todo para no
sentir, no sentirnos, no vivirnos, no ser.
Hay quienes se
infiltran felicidad artificial para abstraerse de su yo más verosímil. Otros se
encierran tan profundo que jamás vuelven a emitir sonido.
He visto de
los que infectan el virus de la mentira para poder vivir en una furia
permanente, y así querer salir ilesos de las sensaciones.
Vi morir a los
que pregonan la artimaña del despojo eterno, de la contrariedad del vivir, del
suicidio sensorial.
Ojalá que esa
idea se arrime al desagüe, ojalá pudiera hacerte saber que las raíces con las
que forjé mi imagen son tertulias en mis noches menos amables.
Quizás
entiendas, con un poco menos de pudor que yo, que no siempre nos decimos lo que
sentimos; que la comunicación fue, es y será nuestro idilio.
Alguna vez te
dije que somos victoriosos cuando sentimos lo que vemos, y creeme que fui lo
más sincera que pude.
Sé que vos sos
un poco más humano, porque entendés que no podemos complacernos en idea, porque
bajás en un instante infinito y perpetuas esa imagen.
No, no sé qué
es la felicidad, pero se asemeja a eso que dijiste y tampoco podemos
inmortalizarlas, porque somos de este plano, somos de acá y que aunque vivamos
en desmedro de la nostalgia, nunca dejaremos de ser lo ambiciosos que somos.
Nunca pudimos
ser más que dos, porque no aprendimos a ser uno, ni si quiera en nuestro plural
más cotidiano.
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