Me plantearon
un absoluto; me plantearon una falacia.
No hay
oxímoron más exasperante que la descripción del absoluto.
Fue una noche
de desquicios mundanos, nos desgarrábamos por entender –o tratar de entender-
la voracidad en el tono de voz de los soberbios.
Escuchábamos
atónitos y con los ojos abiertos, porque a veces se escucha con los ojos,
porque ver el lenguaje no verbal es aún
más importante que oír con ferocidad.
Oíamos y
veíamos como se desdentaban y se quitaban las entrañas en las batallas de
argumentos más lumpenes que hayamos sido capaces de atestiguar.
Se inmolaban a
las mentiras más absurdas, se carcomían los pellejos a fin de desarmarse de
razones; fuimos testigos, a pesar de nuestras ganas de quitarnos los ojos con
una picana.
Era un desfile
de carroña inmoral.
Pretendían
canalizar sus complejos de bárbaros en un sinfín de atrocidades potenciadas.
Uno me afirmó
– porque el don de la interrogación parece no existir en su vocablo- que el
absoluto es el punto máximo de la materia; donde se juntan ambos lados de las
rectas, y culmina la inflexión. Donde no existe más nada, luego un abismo,
después la nada, y así…
Vaya mentira a
las que tuvimos que someter a nuestros oídos.
Atiné a decir
que los absolutos no existen, dado que están meramente enlazados a la
subjetividad humana. No existe el todo, porque la nada, nada es; y si por si
acaso alguno hubiese querido objetarme que son ambas caras de una misma moneda,
me tomé el atrevimiento de argumentarlo con ejemplos, harto de tanto discurso sofista
que merodea hoy día.
Las relaciones
personales –amorosas- entre dos seres humanos, se sustraen a la suma de
infinitos momentos sesgados por un tiempo y espacio que los recubre.
Hay comunes
denominadores entre cada singular relación, a la que podemos nombrar como
“estadío de felicidad”, donde ambos seres desconocen el total o parcial
comportamiento de otro.
Hay un
transcurso de conocimiento perceptivo en el que ambos se ven encantados hasta
de sus miserias; y es aquí donde hago una pausa, porque osaron decirme que allí
reposaba el “absoluto del amor”.
Luego de ese
encantamiento voraz y animal, los dos seres en cuestión comienzan a
desprendeserse de ese absoluto, para construir otros tantos de miles de
absolutos que conllevan a un “estadío del continuo” donde se eligen día a día
para seguir siendo adversos el uno del otro, a contramano de toda teoría
filosófica, a destiempo de las palabras y las descripciones coyunturales que se
les pueda adjudicar.
Yo sé que no
soy un absoluto porque interrogo cada uno de mis pensamientos, y yo aquí
donde la soberbia no me toma por sorpresa ¿Acaso será eso un dogma absoluto?
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