martes, 11 de noviembre de 2014

No corras más rápido de lo que te dan las piernas

Alguien una vez me dijo que todo llega en el momento en el que tiene que llegar, que las cosas no son casuales, y que no todo entra en el mundo de la lógica, no todo debe explicarse porque no todo puede explicarse.

A los quince años vivís en la dicotomía de odiarte y odiar el mundo, porque todo adolece, y de amar la vida porque te vas descubriendo, vas explorando y podés empezar a sentir que hay cosas que te gustan, y otras tantas que preferirías dejar de lado; a los quince –más o menos – las decisiones te encuentran a vos. Donde al principio puede tener que ver con qué música elegir, o qué hacer durante el tiempo libre que tenemos. Nos encandilan las fronteras y buscamos movernos sin ataduras, sin ser conscientes de la cantidad de límites que tenemos cuando –paradójicamente- empezamos a ser más libres.

Hoy el tiempo nos encuentra encarcelados en libertad; hoy creemos ser dueños de la mayoría de las decisiones que tomamos, y a veces terminamos siendo esclavos del mismo tiempo.
Sentis que las horas empiezan a correr con otra impronta, que aunque amanezca más temprano y el sol se ponga más allá de las ocho, no existe relación alguna entre los segundos que pasan y la cantidad de cosas que tenés ganas de hacer. Sabés que tenés ganas de construir universos hasta donde el mundo no te lo permita hacer, y no lo hacés porque parás para pensar si podés o no podés hacerlo. Ese es el límite que en verdad hay que cruzar.

No sabés si querés estar acá o allá, aunque el allá tampoco lo tengas muy en claro. No sabés si ponerte una camisa o salir en ojotas a sentir la arena caliente en los pies. No podés distinguir qué personaje querés ser. Estás entre el Chinaski de Factotum y la Maga de Rayuela, pero te sentís más identificado con Holden Caulfield de Salinger en The Catcher in the Rye. Todo por la incertidumbre.

No sabés si creer en los parámetros mundanos que te llevan a estudiar y trabajar para luego mantener una familia, o ahogarte en un guevarismo posmodernista con el que de verdad sientas que podés cambiar el mundo. Esa famosa Utopía que plantea Tomás Moro, que te identifica a los dieciocho, con la que creés sentar las bases del resto de tu vida, y ves como se desmoronan porque no encontrás la posibilidad de crecer, e ir a por ello. 

Te buscaste en mil ideas que se cruzan y forman la guerra del golfo en tu cabeza. Hay una canción por día que te lleva a confiar en vos, y otras diez que te dicen que no es por ahí. Y sin embargo siempre pesa más la que te está tirando la posta. Ese tema que está diciendo lo que pensas, lo que querés hacer, con lo que te identificás. Te vas a dormir y todo desemboca en los otros diez, porque perdés la confianza.

¿Cuántas veces por día gritas que te vas a ir a la mierda? No, dejá, no las cuentes, no hay numero que de verdad represente lo que sentís. Esa vehemencia con la que comprarías un pasaje sin vuelta, aunque no seas capaz de distinguir a dónde te pueda llevar eso.
Ves como el tiempo corre más rápido que vos, y vos ahí sentado, pensando que el tiempo en verdad te está ganando la maratón.

Ese “todo llega”  mentiroso con el que intentan consolarte más allá de las tertulias que te ahogan los sueños, y te dejan encallado en alta mar sin saber para dónde virar. Y vas entendiendo que todos están en la misma que vos, porque a todos nos infecta el bicho de la incertidumbre, el saber que no sabés, y el estar donde no sabés si querés estar.


La realidad es que sí, están todos en la misma, y por más que intentes encontrarle la vuelta, y tratar de entender el por qué de lo que hacés cotidianamente, la respuesta nunca está en la lógica. La respuesta está en el hacer, en el construir, descubrir y explorar, y no correr más rápido de lo que te dan las piernas.

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