martes, 14 de octubre de 2014

Tal vez un ojalá

Quisiera decirte tantas cosas, aunque más quisiera sentirlas yo primero.
Entenderme yo, de eso se trata. No tengo una claridad transparente y exacta, porque eso es menester propio de la mujer que aprendí a ser.
Parame, mirame y frename.
Yo vivo a contramano de la calma, yo corro más rápido de lo que mis piernas me dejan; y todo para no sentir, no sentirnos, no vivirnos, no ser.
Hay quienes se infiltran felicidad artificial para abstraerse de su yo más verosímil. Otros se encierran tan profundo que jamás vuelven a emitir sonido.
He visto de los que infectan el virus de la mentira para poder vivir en una furia permanente, y así querer salir ilesos de las sensaciones.
Vi morir a los que pregonan la artimaña del despojo eterno, de la contrariedad del vivir, del suicidio sensorial.
Ojalá que esa idea se arrime al desagüe, ojalá pudiera hacerte saber que las raíces con las que forjé mi imagen son tertulias en mis noches menos amables.
Quizás entiendas, con un poco menos de pudor que yo, que no siempre nos decimos lo que sentimos; que la comunicación fue, es y será nuestro idilio.
Alguna vez te dije que somos victoriosos cuando sentimos lo que vemos, y creeme que fui lo más sincera que pude.
Sé que vos sos un poco más humano, porque entendés que no podemos complacernos en idea, porque bajás en un instante infinito y perpetuas esa imagen.
No, no sé qué es la felicidad, pero se asemeja a eso que dijiste y tampoco podemos inmortalizarlas, porque somos de este plano, somos de acá y que aunque vivamos en desmedro de la nostalgia, nunca dejaremos de ser lo ambiciosos que somos.

Nunca pudimos ser más que dos, porque no aprendimos a ser uno, ni si quiera en nuestro plural más cotidiano.

Absoluto

Me plantearon un absoluto; me plantearon una falacia.
No hay oxímoron más exasperante que la descripción del absoluto.
Fue una noche de desquicios mundanos, nos desgarrábamos por entender –o tratar de entender- la voracidad en el tono de voz de los soberbios.
Escuchábamos atónitos y con los ojos abiertos, porque a veces se escucha con los ojos, porque ver el lenguaje no verbal  es aún más importante que oír con ferocidad.
Oíamos y veíamos como se desdentaban y se quitaban las entrañas en las batallas de argumentos más lumpenes que hayamos sido capaces de atestiguar.
Se inmolaban a las mentiras más absurdas, se carcomían los pellejos a fin de desarmarse de razones; fuimos testigos, a pesar de nuestras ganas de quitarnos los ojos con una picana.
Era un desfile de carroña inmoral.
Pretendían canalizar sus complejos de bárbaros en un sinfín de atrocidades potenciadas.
Uno me afirmó – porque el don de la interrogación parece no existir en su vocablo- que el absoluto es el punto máximo de la materia; donde se juntan ambos lados de las rectas, y culmina la inflexión. Donde no existe más nada, luego un abismo, después la nada, y así…
Vaya mentira a las que tuvimos que someter a nuestros oídos.
Atiné a decir que los absolutos no existen, dado que están meramente enlazados a la subjetividad humana. No existe el todo, porque la nada, nada es; y si por si acaso alguno hubiese querido objetarme que son ambas caras de una misma moneda, me tomé el atrevimiento de argumentarlo con ejemplos, harto de tanto discurso sofista que merodea hoy día.
Las relaciones personales –amorosas- entre dos seres humanos, se sustraen a la suma de infinitos momentos sesgados por un tiempo y espacio que los recubre.
Hay comunes denominadores entre cada singular relación, a la que podemos nombrar como “estadío de felicidad”, donde ambos seres desconocen el total o parcial comportamiento de otro.
Hay un transcurso de conocimiento perceptivo en el que ambos se ven encantados hasta de sus miserias; y es aquí donde hago una pausa, porque osaron decirme que allí reposaba el “absoluto del amor”.
Luego de ese encantamiento voraz y animal, los dos seres en cuestión comienzan a desprendeserse de ese absoluto, para construir otros tantos de miles de absolutos que conllevan a un “estadío del continuo” donde se eligen día a día para seguir siendo adversos el uno del otro, a contramano de toda teoría filosófica, a destiempo de las palabras y las descripciones coyunturales que se les pueda adjudicar.

Yo sé que no soy un absoluto porque interrogo cada uno de mis pensamientos, y yo aquí donde la soberbia no me toma por sorpresa ¿Acaso será eso un dogma absoluto?