miércoles, 10 de julio de 2013

Simés

Caía el sol como cualquier atardecer de verano, y nosotros volvíamos de lugares a los que no habíamos decidido ir, pero el destino quiso que fuéramos igual. Nosotros, que habíamos sumergido el cuerpo en aguas más oscuras y desdichadas, nos atrevimos a pedir plegaria por dos o tres cuestiones banales que nos habían urgido el sueño, y nos habían urgido el sueño porque nunca fuimos buenos accionistas de la discreción.
Eran las ocho pasadas, hay quienes consideran que ya era de noche, yo puedo discrepar con ellos y discrepar con quienes creen que es de tarde, todo depende del contexto en el que se encuentren las ocho, y para mi, ese día y en ese lugar era de tarde. Habíamos estado toda la tarde frente a las aguas del mediterráneo regalándole sonrisas al día, sonrisas que hoy puedo asegurar que desperdiciamos en vano, y por mérito propio, claro que Borja había ayudado bastante a esos menesteres impropios de una dama como yo. Nos habíamos levantado temprano con la excusa de conocer lugares a los que por nuestra cuenta no íbamos a llegar jamás, por eso acudimos a Borja, quién aprovecha cada duda e intriga para llevarnos del otro lado del mar. Caminamos toda la mañana bajo el sol ibérico de Jaén, y ya nos parecía impúdico mecernos a los rayos más radiantes del mediodía, pero según Borja, era necesario ese idilio, así que por ello seguimos andando, a pie claro, porque ello era sinónimo de buen fundamentalista de la pesquisa. Pasadas las cuatro nos sentamos a descansar, y puedo asegurar a ciencia cierta que fue allí dónde comenzó nuestra odisea. 
La primera mitad de la hora se vio coronada por un éxito extravagante, dado que Borja nos obligó a cruzar nadando la isla de Simés y llegamos con la lengua afuera y ahogándonos de aire, pero llegamos. 
Borja nos comentó que la Isla de Simés no tiene una ubicación de coordenadas perfectas, pero llega quien abre sus campos y cree en lo utópico, y nosotros lo habíamos logrado. 
En la isla de Simés los monos no le temen a los humanos, y hay toda clase de flores marítimas que sólo quién conoce de botánica puede descubrirlas. Los árboles son bajos, creo que es por el clima, y no amenazan con irrumpir el andar de los humanos. Yo había encontrado un lugar perfecto para pasar las horas leyendo bajo el cielo de Simés, con su cálida arena blanca y aguas tranquilas; había estado en paz varios minutos. Marión, por el contrario, supo escabullirse en sueños profundos que la llevarían a sobresaltarse al final del día, quizás por su karma de bruja o quizás por el daño que se había forjado con el pasar del tiempo. Borja nos miraba atónito, como queriéndonos descubrir.
Fueron largas horas de plena paz, ya que yo no había querido engañarme con mis propios pensamientos, esta vez le había ganado al pensamiento, esta vez había logrado enriquecerme de aires puros y tranquilos, aires que en mi cotidianidad escasean a mansalva.
Como ya dije, la primera media hora había sido exitosa, el problema surgió minutos después cuando Marión despertó de ensueños sobresaltada por sus pesadillas diurnas, de las malas que lo sacan a uno de querer encontrar la profundidad del sueño nuevamente. Tuvimos que tranquilizarla con abrazos y consuelos de madre, quizás ella careció de dichos consuelos durante su niñez, y eso dio origen a esas pesadillas. 
El tiempo pasaba sin darnos cuenta, pero ¿Qué era el tiempo en ese lugar? ¿Quién soñaría jamás con ganarle al tiempo? Nosotros ese día pudimos. 
Luego de tranquilizar a Marión continué con mi lectura. Estaba atrapada por los descubrimientos de Chinaski en el 'Adiós, Muñeca' de Chandler y allí fue cuando comencé a pensarme más de la cuenta. Yo no tenía ocupaciones en ese momento, no tenía planes, no tenía tareas que cumplir y fue por ello que la vida me dio un sobresalto. Había decidido que, para dejar de pensarme oscura e imprudente tenía que salir a recorrer Simés. Agarré mis zapatos y comencé a caminar la isla. 
Estaba más tranquila, había andado metros por el bosque tarareando por dentro canciones de cuna, me había sentado en ramas húmedas y contemplando el cielo de Simés fue cuando todo comenzó a tornarse problemático.
Por el bosque vi venir dos pies que amenazaban con saltar sobre mi cuerpo cual cazador furioso pero intenté explicarle que solo estaba de visita y que no buscaba nada que la isla pudiera darme, me buscaba a mi, en mi más profunda idea, en mi más sigilosa sabiduría. Luego de varios minutos de interrogantes creyó mis palabras y comenzó a mirarme atónito de pies a cabeza. No sé cómo ni en qué momento conmoví sus sentimientos y me abrazó; en ese abrazo vi los cielos de mi vida interponerse unos con otros con una violencia jamás vista. 
Ese ser de pies frívolos me llevó más adentro de Simés, me dio a conocer a sus flores de propiedad privada y me regaló paisajes maravillosos. Bajo ese mismo cielo me amó como nunca nadie supo amarme jamás, o como a quién yo nunca supe nunca amar. Se enlazó en mis entrañas y me arrancó mis miedos más negros que había forjado con los miedos de la sociedad en la que estaba inmersa. 
Nunca me prometió nada, pero me dio más de lo que yo había entendido que se entrega.
Cayendo la tarde tuve que volver con los demás, y ahí entendí dónde radicaba el problema; había conocido el amor en un aspecto y forma que no debía conocerlo, y quizás no era mi tiempo, o tal vez nunca era tiempo de aquello.

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