domingo, 7 de julio de 2013

Distinto y oblicuo andar

Los martes de invierno solían ser mucho más fríos que los jueves y, como de costumbre, los martes salía más desabrigada, no por caprichosa ni mucho menos como excusa, ella simplemente olvidaba esta característica diferencial y propia de cada martes de invierno.
Incluso todos los lunes preparaba prendas más abrigadas, y por su temple de mujer, las cambiaba por algo más acorde a sus emociones.
El martes 25 escogió para ella unos zapatos rojos, con un taco mediano y punta redonda, lo acompañó con una pashmina azul y el resto no importaba, porque el resto nunca importa para ella si se tienen los zapatos adecuados y su cuello cubierto de cahsmere italiano. Abrió la puerta y salió.
Su cielo estaba cubierto de un blanco uniforme, denotando inmensidad, y presentaba vientos agresivos, vientos que solo trae el invierno de Junio, de esos vientos agresivos, cual histeria de nena de dieciséis  Ese cielo prometía un invierno frío, un invierno como en años no se había vivido, y ella lo sabía por sus mejillas coloradas - cual abuela con dolor de rodilla- y labios acompañados por un borravino único.
Tampoco era un invierno cualquiera, los agricultores esperaban una temporada escasa, que no iban a poder recuperar jamás, porque las temporadas siniestras se las lleva ese viento malvenido de invierno crudo.
Al salir a la calle recordó que era martes, pero ya era tarde, para ella siempre era tarde. Ni la paciencia, ni la templanza y aun menos la responsabilidad eran características que podrían describirla.
Fue un martes de calamitosas revelaciones; se avecinaban tardes crujientes de sabores un poco más amargos.
Iba caminando por los robles, dos calles atrás de su casa, hacia el norte. Siempre caminaba con la cabeza gacha, ella no sabía mirar al frente; lo había aprendido de su hermano, que bien sabía que escondía su mirada a los extraños por una desconfianza devastadora.  Ella no ocultaba sabores, ella no ocultaba nada, o por lo menos era lo que creía, pero había adoptado y aprendido esa forma de caminar, y quizás el tiempo pueda darle forma propia a su andar.
Ese martes; como todos los martes de junio, fue mirando hacia abajo, ella encontraba la seguridad en los pies de los demás, quizás en los zapatos, tampoco se sabe a ciencia cierta dónde radicaba su confianza. Fue andando calle abajo, y en su solemne acto fue dejando algunas huellas aún más atrás, que -neutralizadas por las huellas que iba descubriendo- generaban un tinte cotidiano. 
Pasó por los jardines municipales y atravesó todo el parque a un ritmo voraginoso. También iluminó los bares de la calle de lápices con su rubio tono siete y medio, pero no iba atendiendo lo que sucedía fuera de sus propios límites, no era consciente de las caras que la descubrían a ella, porque no se dejaba descubrir con facilidad; no sabía mirar a los ojos, por  eso no se abastecía de saberes menos calmos, pero para ella, eso estaba bien, siempre estuvo bien y los demás se molestaban, pero los demás no importaban, porque nunca importaron para ella. Si posaba su mirada en algún alma que se la devolviera, la movía, le quitaba el derecho al otro de poder llegar a ella.
Ese martes fue distinto desde el primer segundo, ese martes el hilo conductor de su mirada se cruzó con la de Simón, quién no reflejaba cualquier mirada, reflejaba esa mirada que por fin la liberó de su andar inseguro, de su andar temeroso y rufián de una dama iluminada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario