viernes, 26 de julio de 2013

A tus suburbios.

Hoy mis días se retuercen de joie
como vientos huracanados del ayer.
Dos caminos escogieron dubitativos
solo uno siempre impuso su saber.

Y mis silencios ya no temen tempestades,
ya se vuelven alocados en tus rimas
se animaron a mirarlos muy soberbios
a mis miedos que rompimos kamikazes.

A mi lado mis recuerdos configuro
que ni un día me permitan olvidar
esta lucha descubierta en mis entrañas
que con creces deberías perpetuar.

Ya no culpo tus miserias asesinas
pues entiendo que una idea te obligó
a llenarte el haber de varias vidas
que redimirte ni diez vidas alcanzó.

Que resuelvas tus misterios más oscuros
hoy tus días en silencio pasarás,
ni verás tu alma desde adentro
ni la verdad jamás encontrarás.




miércoles, 10 de julio de 2013

Simés

Caía el sol como cualquier atardecer de verano, y nosotros volvíamos de lugares a los que no habíamos decidido ir, pero el destino quiso que fuéramos igual. Nosotros, que habíamos sumergido el cuerpo en aguas más oscuras y desdichadas, nos atrevimos a pedir plegaria por dos o tres cuestiones banales que nos habían urgido el sueño, y nos habían urgido el sueño porque nunca fuimos buenos accionistas de la discreción.
Eran las ocho pasadas, hay quienes consideran que ya era de noche, yo puedo discrepar con ellos y discrepar con quienes creen que es de tarde, todo depende del contexto en el que se encuentren las ocho, y para mi, ese día y en ese lugar era de tarde. Habíamos estado toda la tarde frente a las aguas del mediterráneo regalándole sonrisas al día, sonrisas que hoy puedo asegurar que desperdiciamos en vano, y por mérito propio, claro que Borja había ayudado bastante a esos menesteres impropios de una dama como yo. Nos habíamos levantado temprano con la excusa de conocer lugares a los que por nuestra cuenta no íbamos a llegar jamás, por eso acudimos a Borja, quién aprovecha cada duda e intriga para llevarnos del otro lado del mar. Caminamos toda la mañana bajo el sol ibérico de Jaén, y ya nos parecía impúdico mecernos a los rayos más radiantes del mediodía, pero según Borja, era necesario ese idilio, así que por ello seguimos andando, a pie claro, porque ello era sinónimo de buen fundamentalista de la pesquisa. Pasadas las cuatro nos sentamos a descansar, y puedo asegurar a ciencia cierta que fue allí dónde comenzó nuestra odisea. 
La primera mitad de la hora se vio coronada por un éxito extravagante, dado que Borja nos obligó a cruzar nadando la isla de Simés y llegamos con la lengua afuera y ahogándonos de aire, pero llegamos. 
Borja nos comentó que la Isla de Simés no tiene una ubicación de coordenadas perfectas, pero llega quien abre sus campos y cree en lo utópico, y nosotros lo habíamos logrado. 
En la isla de Simés los monos no le temen a los humanos, y hay toda clase de flores marítimas que sólo quién conoce de botánica puede descubrirlas. Los árboles son bajos, creo que es por el clima, y no amenazan con irrumpir el andar de los humanos. Yo había encontrado un lugar perfecto para pasar las horas leyendo bajo el cielo de Simés, con su cálida arena blanca y aguas tranquilas; había estado en paz varios minutos. Marión, por el contrario, supo escabullirse en sueños profundos que la llevarían a sobresaltarse al final del día, quizás por su karma de bruja o quizás por el daño que se había forjado con el pasar del tiempo. Borja nos miraba atónito, como queriéndonos descubrir.
Fueron largas horas de plena paz, ya que yo no había querido engañarme con mis propios pensamientos, esta vez le había ganado al pensamiento, esta vez había logrado enriquecerme de aires puros y tranquilos, aires que en mi cotidianidad escasean a mansalva.
Como ya dije, la primera media hora había sido exitosa, el problema surgió minutos después cuando Marión despertó de ensueños sobresaltada por sus pesadillas diurnas, de las malas que lo sacan a uno de querer encontrar la profundidad del sueño nuevamente. Tuvimos que tranquilizarla con abrazos y consuelos de madre, quizás ella careció de dichos consuelos durante su niñez, y eso dio origen a esas pesadillas. 
El tiempo pasaba sin darnos cuenta, pero ¿Qué era el tiempo en ese lugar? ¿Quién soñaría jamás con ganarle al tiempo? Nosotros ese día pudimos. 
Luego de tranquilizar a Marión continué con mi lectura. Estaba atrapada por los descubrimientos de Chinaski en el 'Adiós, Muñeca' de Chandler y allí fue cuando comencé a pensarme más de la cuenta. Yo no tenía ocupaciones en ese momento, no tenía planes, no tenía tareas que cumplir y fue por ello que la vida me dio un sobresalto. Había decidido que, para dejar de pensarme oscura e imprudente tenía que salir a recorrer Simés. Agarré mis zapatos y comencé a caminar la isla. 
Estaba más tranquila, había andado metros por el bosque tarareando por dentro canciones de cuna, me había sentado en ramas húmedas y contemplando el cielo de Simés fue cuando todo comenzó a tornarse problemático.
Por el bosque vi venir dos pies que amenazaban con saltar sobre mi cuerpo cual cazador furioso pero intenté explicarle que solo estaba de visita y que no buscaba nada que la isla pudiera darme, me buscaba a mi, en mi más profunda idea, en mi más sigilosa sabiduría. Luego de varios minutos de interrogantes creyó mis palabras y comenzó a mirarme atónito de pies a cabeza. No sé cómo ni en qué momento conmoví sus sentimientos y me abrazó; en ese abrazo vi los cielos de mi vida interponerse unos con otros con una violencia jamás vista. 
Ese ser de pies frívolos me llevó más adentro de Simés, me dio a conocer a sus flores de propiedad privada y me regaló paisajes maravillosos. Bajo ese mismo cielo me amó como nunca nadie supo amarme jamás, o como a quién yo nunca supe nunca amar. Se enlazó en mis entrañas y me arrancó mis miedos más negros que había forjado con los miedos de la sociedad en la que estaba inmersa. 
Nunca me prometió nada, pero me dio más de lo que yo había entendido que se entrega.
Cayendo la tarde tuve que volver con los demás, y ahí entendí dónde radicaba el problema; había conocido el amor en un aspecto y forma que no debía conocerlo, y quizás no era mi tiempo, o tal vez nunca era tiempo de aquello.

domingo, 7 de julio de 2013

Distinto y oblicuo andar

Los martes de invierno solían ser mucho más fríos que los jueves y, como de costumbre, los martes salía más desabrigada, no por caprichosa ni mucho menos como excusa, ella simplemente olvidaba esta característica diferencial y propia de cada martes de invierno.
Incluso todos los lunes preparaba prendas más abrigadas, y por su temple de mujer, las cambiaba por algo más acorde a sus emociones.
El martes 25 escogió para ella unos zapatos rojos, con un taco mediano y punta redonda, lo acompañó con una pashmina azul y el resto no importaba, porque el resto nunca importa para ella si se tienen los zapatos adecuados y su cuello cubierto de cahsmere italiano. Abrió la puerta y salió.
Su cielo estaba cubierto de un blanco uniforme, denotando inmensidad, y presentaba vientos agresivos, vientos que solo trae el invierno de Junio, de esos vientos agresivos, cual histeria de nena de dieciséis  Ese cielo prometía un invierno frío, un invierno como en años no se había vivido, y ella lo sabía por sus mejillas coloradas - cual abuela con dolor de rodilla- y labios acompañados por un borravino único.
Tampoco era un invierno cualquiera, los agricultores esperaban una temporada escasa, que no iban a poder recuperar jamás, porque las temporadas siniestras se las lleva ese viento malvenido de invierno crudo.
Al salir a la calle recordó que era martes, pero ya era tarde, para ella siempre era tarde. Ni la paciencia, ni la templanza y aun menos la responsabilidad eran características que podrían describirla.
Fue un martes de calamitosas revelaciones; se avecinaban tardes crujientes de sabores un poco más amargos.
Iba caminando por los robles, dos calles atrás de su casa, hacia el norte. Siempre caminaba con la cabeza gacha, ella no sabía mirar al frente; lo había aprendido de su hermano, que bien sabía que escondía su mirada a los extraños por una desconfianza devastadora.  Ella no ocultaba sabores, ella no ocultaba nada, o por lo menos era lo que creía, pero había adoptado y aprendido esa forma de caminar, y quizás el tiempo pueda darle forma propia a su andar.
Ese martes; como todos los martes de junio, fue mirando hacia abajo, ella encontraba la seguridad en los pies de los demás, quizás en los zapatos, tampoco se sabe a ciencia cierta dónde radicaba su confianza. Fue andando calle abajo, y en su solemne acto fue dejando algunas huellas aún más atrás, que -neutralizadas por las huellas que iba descubriendo- generaban un tinte cotidiano. 
Pasó por los jardines municipales y atravesó todo el parque a un ritmo voraginoso. También iluminó los bares de la calle de lápices con su rubio tono siete y medio, pero no iba atendiendo lo que sucedía fuera de sus propios límites, no era consciente de las caras que la descubrían a ella, porque no se dejaba descubrir con facilidad; no sabía mirar a los ojos, por  eso no se abastecía de saberes menos calmos, pero para ella, eso estaba bien, siempre estuvo bien y los demás se molestaban, pero los demás no importaban, porque nunca importaron para ella. Si posaba su mirada en algún alma que se la devolviera, la movía, le quitaba el derecho al otro de poder llegar a ella.
Ese martes fue distinto desde el primer segundo, ese martes el hilo conductor de su mirada se cruzó con la de Simón, quién no reflejaba cualquier mirada, reflejaba esa mirada que por fin la liberó de su andar inseguro, de su andar temeroso y rufián de una dama iluminada.