domingo, 5 de mayo de 2013

Once en el once.

Tenía la sensación de estar viendo el desenlace de una película de Coppola, pero no, estaba en Buenos Aires.
Era lunes por la tarde, quizás de los lunes más nostálgicos y arrepentidos que haya vivido jamás; claro que no por mi estado ánimo, el día pedía a gritos un abrazo y un perdón liberador.
También era un lunes con aroma y gusto a viernes. ¿Qué día podía ponerlo a uno tan enajenado? Solo los viernes: pero esta vez era un lunes, un lunes de mayor, y también mayo, que temporalmente hablando no se encuentra ni al principio ni al final. Mayo tampoco está en el medio, está a punto de comenzar la mitad, y también así me sentía yo.
Estaba sentado en el bar de la esquina, en pleno Once, la calle Sarmiento me cobijaba aquél lunes.
De no haber sido por el gris del día, puedo decir que me sentía en los noventa, años que me vieron crecer. Les juro no miento.
No recuerdo ni el nombre del lugar ni cuánta gente había -claro por la situación que albergaba mis pensamientos- pero si recuerdo un televisor negro muy viejo y ocho mesas en el bar. Manteles blancos, combinados con un amarillo espantoso, y mesas de madera vieja. Puedo asegurar que el lugar no tenía más de cincuenta metros cuadrados, con una distribución triangular que exacerbaba mis manías.
No hacia ni calor ni frío, y claro era la mitad, como mayo. No sé si ya les dije, pero me aterra la sensación de saberme en el medio de cualquier objeto, razón o circunstancia.
Parece adrede, pero también puedo asegurarles que el semáforo de la calle Pasteur no funcionaba, y no era, para ese entonces, un dato menor.
Como ya dije antes, yo estaba en la ventana, tomando un café y el día no podía ser más Peronista.
Las mesas las ocupaba gente transitoria, no eran del barrio pero tampoco estaban allí por razones laborales. Lo que si recuerdo es que uno de los hombres logró captar mi atención por su extraño comportamiento. 
Aquél hombre de cabello gris, buzo azul y pantalones ajados entró raudamente al bar y se sentó en la mesa que estaba a mi izquierda. El camarero le preguntó si quería algo para beber.
Le pidió un café negro y el diario del día.
Al cabo de unos minutos estaba el café servido, pero las manos del camarero no contenían el periódico.
La situación que estaba a punto de comenzar iba a perturbarnos a todos. 
El hombre se levantó furioso, empujó al camarero y salió del local sin emitir sonido alguno.
Todos nos miramos desconcertados.
Pasaron treinta segundos aproximadamente, y recuerdo que llovía cada vez más fuerte.
El hombre volvió a ingresar al bar, tomó al camarero por los brazos y le rogó que le preste un diario.
El camarero preocupado lo condujo hacia adentro de la barra y todo volvió a silenciarse.
Nadie hablaba, nadie prestaba atención a sus actividades principales. Todos teníamos los ojos detrás de esa barra, de ese bar horrendo de la calle Sarmiento.
Esta vez el tiempo parecía estar jugando una carrera, y yo no podía retrasarme en mis quehaceres, así que dejé los once pesos sobre a mesa y me fui con mi abrigo y con la intriga de saber el motivo del ataque de nervios que tenía el señor de cabellos blancos.
Cuando estaba saliendo escucho que el camarero me grita:
- "Oiga hombre, se va a mojar, ¿Por qué no espera a que pare la lluvia?.
No quise prestarle atención, yo tenía que salir de allí.
No suelo usar paraguas, por lo que pasé de seco a tener litros de agua en mis bolsillos, pero ya conocía las consecuencias.
Hice dos cuadras -puedo jurar que fueron inmensas e interminables- en pleno Once, y gente entrando y saliendo de autos.
Llegué a destino tarde, y como era de saberse, ella ya no estaba allí.
Este lunes con sabor a viernes me dejó un resfrío y dos preguntas que no podré responderme jamás.
¿Qué atormentaba a ese señor de cabello blanco? y ¿Había ido ella con su valija para irse conmigo?                             

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