sábado, 30 de agosto de 2014

Tito se sentó en el tercer escalón, se arremangó el saco y se encendió un pucho, ese cigarrillo liberador de tensiones, el primero después de coger, el segundo -porque el primero no sacía- después cenar, y el último de la noche, ese que siempre, pero siempre está demás, y que a veces, te baja la raya; se limpió las manos y se tumbó entre el cuarto y el quinto escalón.
- Yo te grité, boludo, te dije que se te había ido la mano - le dije a Tito mirando desde abajo de la escalera-. ¿No ves que sos un pelotudo?
- ¿Qué mierda querías que hiciera? ¿Que lo deje en la puerta de la casa de Kaplinsky para que le cuente que nos fumamos toda la guita del furgón? Pero no seas idiota Lalo, yo en cana no quiero ir.
- ¿Sabés cual es el problema? Qué te creíste más soberbio que la soberbia, porque sos un pelotudo, porque la podíamos arreglar, pero ya está, te fuiste al carajo, como siempre - y gritándole en la cara le dije - y de esta no zafamos eh, de esta no zafamos una mierda.
Estábamos los dos preocupados, teníamos una mirada irreproducible, no nos sentíamos una mierda por haber matado a Fernández, nos sentíamos una mierda porque sabíamos que íbamos a ir en cana, o quizás algo mucho peor que eso, porque con Kaplinsky no se jode, pero Tito no lo entendió, porque la rapidez con la que le sube la raya a la cabeza es comparable con la velocidad de la luz.
Salimos del galpón de Almagro y nos subimos al auto, no nos dirigimos la palabra en todo el viaje, ese viaje que no tenía destino, porque ninguno de los dos sabíamos qué mierda íbamos a hacer después de haber dejado a Fernández ahí tirado, moribundo, muerto, despedazado a mares de sangre y líquidos corpóreos.
- Volvé boludo, no podemos dejarlo ahí. Lo miré con desprecio, con ganas de matarlo, porque la culpa era de él, también mia por permitirle ese arrebato de hampón -. Volvé porque te juro que el que le sigue a Fernández sos vos.
Nos miramos con furia, con un odio benévolo y Tito pegó el volantazo y volvimos. Cada uno estaba sumergido en su miseria, yo pensaba en Camila y en los chicos, y él pensaba en Martha, en la pobre vieja que lo saca de las malas siempre que puede, siempre que Tito revolotea iras de campeón.
La velocidad con la que movía se ese coche fue incomparable, no nos mirábamos, no nos decíamos nada pero sabíamos que habiamos pifiado, que estabamos en la silla electrica a punto de ser ejecutados, porque yo siempre supe que con Kaplinsky no se jode, y también sabía que a Tito la merca le pega mal, le pega como a cualquier gil nacido después de los noventa.